jueves, 20 de agosto de 2009

El barquero

Cuentan que en Venecia, los sábados y los viernes por la noche, aparece una góndola diferente de todas las demás, que atrae la atención de muchos turistas que luego no son vueltos a ver. Los lugareños afirman que el gondolero es Caronte disfrazado que, aburrido, sale a buscar pasajeros ingenuos y despistados.

¿Quién dice?

Si podemos decir que hay hombres con corazón de león, gente con memoria de elefante, personas con cara de sapo, con cola de pato u ojos de lince. ¿Por qué habremos de dudar, ingenuos, de la existencia del minotauro o de los hombres lobo?

Cuandolagenteseacumula

Cuando la gente se acumula es incómoda y molesta. Nada más irritante que el hacinamiento. El aglutinamiento masivo de personas que se acompañan en soledad. El incesante desplazamiento de seres en opuesta o en una misma dirección. La tediosa superposición de aquellos que se quedan inmóviles como olvidando hacia dónde tienen que ir. El choque desconsiderado entre aquellos que ni siquiera se perciben. La desquiciada prisa de llegar a ninguna parte. El sonar de una marcha a destiempo armonizada con latosos y momentáneos estruendos. El olor inconfundible de la monotonía desgastada. Decenas y decenas de extras que irrumpen en nuestra vida de la misma manera en que luego se retiran de escena, quizá para no volver a aparecer jamás, dejando de ellos solamente el efímero rastro de un fastidio algo redundante. Cientos de rostros sin rostro que van y vienen como rellenando lo que, sino, sería una vida ermitaña y sin sentido. Miles de desconocidos que hacen que uno se distinga a sí mismo y se reconozca como individuo en sociedad. Millones de vidas e historias coetáneas que se entrecruzan en un segmento recto horizontal de aproximadamente cien metros de largo, para tal vez desembocar en algún destino transitorio en el que se sentirán un poco más libres y soberanos de sí mismos, hasta su sucesivo regreso al recorrer de esa senda vertiginosa de vanidades, inmodestias, presunciones, petulancias, desapegos, egoísmos e ingratitudes para quizá, si es así como debe ser, cambiar el rumbo y doblar en la siguiente esquina.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Un tal Romero

Cualquier semejanza con un cuento
de Cortázar es mera casualidad.
Pero no confíe tanto en esa “u”.

Al doblar, Cochabamba estaba vacía de gente y solo pasaban unos pocos autos. Ya antes de disponerse a cruzar, Romero había observado la puerta del bar y pensado que seguramente le dirían que se quedaría en lo de Mansalva unas semanas, y aunque él prefería ir a lo de la Yoli no podía andarse con quejas y presunciones, el asunto no era un juego. Lo más probable es que ya todos estuvieran esperándolo. Cruzó pasando la mitad de cuadra y al instante se percató de que el Ford estacionado al que había entrevisto con anterioridad se puso en marcha. Lo asombró reconocer la figura de Beltrán en su interior.

Romero había entrado horas antes a su departamento y observado que casi nada estaba en su lugar. Después de revisar los cajones de la cómoda y verificar que no faltara nada importante, había telefoneado a Ramírez para informarle lo sucedido. Tendría que mudarse otra vez, quizá a casa de Mansalva o de la Yoli, hasta que lo pudieran ubicar en un lugar seguro. “Y se creen que son mejores que nosotros”, pensó mientras se paseaba entre el desorden. Se tomó unos segundos para alivianar la mente, encendió un cigarrillo y se puso a observar la calle por la ventana, y a toda esa gente diminuta que solamente se levanta, va a trabajar, regresa a su casa a dormir y vuelve a empezar. “La vida de los intrascendentes”, se escuchó balbucear, “si supieran todo lo que pasa alrededor y sobre sus cabezas”.

Antes de salir, había prestado atención a una vieja foto de aquellos tiempos en el hipódromo de San Isidro que estaba tirada al lado del sofá, recordó esas viejas épocas cuando él solamente era un tal Romero, que se levantaba, iba a trabajar, regresaba a su casa a dormir y volvía a empezar. Sin demorarse más, tomó el saco gris que tanto apreciaba y se lanzó a la vereda camino al café de Cochabamba y Piedras, había que arreglar en dónde se alojaría y trazar los siguientes movimientos.

Las primeras calles estaban infestadas de gente que parecía caminar sin sentido, mas dos cuadras antes de llegar al café, Romero se hallaba solo y así lo prefería. Un gato negro se le había cruzado a mitad de cuadra de Perú al 1200, antes de doblar por Cochabamba. Extrañamente se estremeció y luego se avergonzó al ver que una niña de unos ocho años lo miraba de forma burlona. Su carita le resultó familiar, quizá fuera la hija de Laura o de Cintia, ambas ex compañeras que vivían por la zona. El corazón le latió de forma insólita al evocar a ambas mujeres, “pobre niña”, se dijo a sí mismo al tiempo que la chiquita se metía en algo que parecía un kiosco.

El Ford se puso en marcha y a Romero lo asombró reconocer la figura de Beltrán en su interior, ese viejo amigo del hipódromo, de aquellos tiempos en que ambos eran solamente dos muchachos que se levantaban, trabajaban y regresaban a sus casas a dormir para luego volver a empezar, “dos intrascendentes”; y ahora volvían a encontrarse: uno, caminando sobre Cochabamba dispuesto a entrar al café donde lo estaban esperando; y el otro, en su Ford Falcon verde, observándolo con una mirada compinche de otras épocas, sacando el brazo por la ventanilla y apuntándolo con un arma, accionando el gatillo y nada más.