Lo femenino se entrelaza
con lo innombrable cuando es encarnado a través de la mirada de un
otro-extraño. Ese otro, al
intentar acercarse, se aleja; al procurar capturarlo, termina
perdiéndolo. No puede descifrarlo porque no lo conoce, sólo lo
percibe, como al movimiento invisible de las almas, a través de los
sentimientos.
Toda obra es un retazo
de la biografía de su autor. Inevitablemente, hay un momento, un
lugar, una experiencia que escapa a la conciencia del artista para
dejar su huella, muchas veces, apenas perceptible.
La huella autobiográfica
se disfraza, se oculta. Se cuela a través de la mano que simula
operar mecánicamente: circunstancial herramienta.
Pero esa huella esta
ahí, al final del trabajo concluido, para expandir el sentido.
Hay una idea en Rilke:
para escribir un verso verdadero, es necesario haber tenido
experiencias profundas, intensas; y no basta con conservar únicamente
recuerdos de ellas, sino que es fundamental saber olvidarlas por
completo para que se hagan carne en el propio cuerpo. Sólo así,
advierte, es posible un verso verdadero.
Sólo así, ¿por qué
no?, es posible el arte verdadero.
Buscar el origen de una
obra es sumergirse en las zonas oscuras de la sensibilidad de un
artista. Zonas veladas, pero
también siniestras: al abrir la puerta y comenzar el descenso, quizá
lo único que se encuentre sea un inmenso vacío, pues
aquello que guardan no debe ser visto. Aún así, el
perseverante tal vez se contente con atisbar los rasgos de aquellas
cosas alguna vez tan vívidas, tan conocidas, y que sin embargo ahora
resultan ajenas. Cosas que, en el caos de ese submundo, han perdido
su forma y su rostro; y, lo que es peor aún, han perdido su nombre.
El arte se revela,
entonces, como una forma de nombrar lo innombrable.
Cada obra tiene su
tiempo: un fluir inevitable. Amor y dolor son dos fuerzas
movilizadoras que conviven dentro del hombre, oponiéndose y
atrayéndose de manera constante, hasta terminar siendo la misma
cosa. De la mano creadora, que sólo actúa pero no se detiene a
cuestionarse, manan como un
llanto o una risa.
Porque resistirse sería
abandonarse, consumirse lentamente.
Y es en el final cuando
hay algo que se declara, señalándose victorioso, y que sin embargo
no es más que una masa de palabras vanas: al ser pronunciadas, se
clausuran a sí mismas.
Quizá, para algunos sea
necesario comenzar a abrir preguntas, aventurar posibles respuestas,
innundarse de esas palabras y ocupar con ellas la sala y el silencio;
pero será precisamente en ese momento cuando el artista, de pie
frente a la interrogación sobre el sentido, pida a gritos con las
palabras de Fellini: “no me digan qué estoy haciendo; no quiero
saberlo”.
Texto escrito para la muestra "Lo femenino y lo innombrable",
de Sebastián Miale. Se la puede visitar en el Centro Cultural Carlos
Gardel, Olleros 3640, de lunes a viernes hasta el 17/09/2012.