martes, 10 de noviembre de 2009

Algo no anda bien

(Segunda ilustración de Sebas a partir de otro cuento mío. Se hacen desear, pero valen la pena)


El teléfono suena y es Mariel. Su voz es tan dulce como siempre, cualquier cosa en Mariel es dulce para Luis, pero por teléfono lo único que puede sentir de ella es su voz, y es tan dulce. La escucha y sonríe como un idiota para sí mismo, no importa que ella le diga de encontrarse a las seis y media en la puerta del barcito de siempre, él va a decir que sí, sonriendo, aunque sean las seis y falte media hora y todavía tenga que bañarse y cambiarse, él va a decir que sí, aunque ella no vea su sonrisa; está enamorado, no importa la hora, es que es tan dulce. Y sonríe como un idiota.


Recién cuando cuelga el teléfono se da cuenta de que se ha metido en un lío de aquellos; tiene solo media hora para darse una ducha, cambiarse la ropa e ir hasta el bar, ir hasta la ropa, darse el bar y cambiarse la ducha, cambiarse el bar, ir hasta la ducha y darse la ropa; cuando el tiempo aprieta el cerebro se confunde. Mariel se va a disgustar mucho si él llega tarde. Seguramente lo estará esperando allí, quietita, con sus bucles y sus mejillas rojas por el frío, leyendo un libro o una revista, silbando algún tango que escuchó en la radio. Si no existiese el reloj no tendría problemas, pero existe y está ahí, marcando las seis, las seis y un minuto. No hay de qué preocuparse, media hora es más que suficiente si se administra bien el tiempo, además el barcito de siempre está a un par de cuadras, si se es optimista.


Así de rápido ya está desnudo, en un abrir y cerrar de ojos, en un chasquido, en un salto de párrafo. El calefón está al máximo como corresponde en un día de invierno de cinco grados bajo cero, según la radio. Todos los factores del Universo están alineados para que pueda bañarse con tranquilidad. Todo en orden, está enamorado.


Siempre que Luis observa la ducha piensa en cuánto le hubiese gustado tener una bañadera, de esas que se pueden llenar hasta el tope y en las que puede hacerse un baño de inmersión, su fantasía desde niño. De todos modos un baño de inmersión en un momento como este sería muy inoportuno, hay que llegar puntual al encuentro con Mariel.
Luis desnudo, la estufa estropeada y el frío invasor que causa estragos dentro de toda la casa. Ese frío invasor, pervertido e impertinente que lo palpa, lo abraza y lo besa, lo besa ahí en la boca hasta dejarle los labios morados, lo abraza y lo estruja, lo aprieta hasta que le duela, lo manosea sin descaro y sin pudor, lo penetra y lo restriega, lo maltrata y lo arrulla, lo fricciona. No tendría tanto frío si no se hubiese sacado la ropa tan rápido o, en realidad, si no se hubiese sacado la ropa, pero bañarse con la ropa puesta no tiene ningún sentido. En realidad nada tiene mucho sentido cuando se está enamorado, eso piensa Luis, y por eso sonríe como un idiota. Su figura en el espejo también sonríe y Luis se confunde y siente celos; solo él puede sonreír por Mariel, solo él puede estar enamorado de Mariel. Simplemente con echarle una mirada torva a la figura en el espejo le quita esa sonrisa de la cara. ¿Quién se cree que es?


La ducha está ahí quietita esperándolo – igual que Mariel -, la ropa tirada en un rincón y los dientes de Luis ya no son de Luis. ¿De quién son? La dentadura superior se pelea con la inferior en una batalla que parece cada vez más intensa. Son los de abajo los que atacan y se repliegan una y otra vez contra los de arriba, cada vez más rápido y más fuerte. Los de arriba permanecen inmóviles rechazando las embestidas de sus rivales. El choque de los unos con los otros produce un ruido exasperante, como el de un segundero en una noche muda o el gotear de una canilla sobre una chapa, que rompe el silencio de la casa. Luis quisiera controlar sus dientes, actuar de mediador, pero no puede; la batalla continua y parece no tener final. Luis quisiera controlar sus dientes pero a la vez se da cuenta de que sus manos y sus piernas han comenzado a moverse y algo no anda bien.

Los dientes continúan su batalla y es quizá la mano izquierda la que parece haber cobrado mayor autonomía. Se mueve muy rápidamente, de aquí para allá, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, de atrás para adelante, en toda dirección y sentido, si es que hay alguna diferencia. La derecha simula estar más tranquila aunque por momentos pareciera tener un ataque de rabia o de locura en el que pretende soltarse de la muñeca, y salir en busca de esa libertad tan soñada. Qué desgracia tan grande sería que esa mano se soltase. ¿Qué haría Luis con una sola mano? ¿Cómo podría abrazar a Mariel? ¿Cómo podría bañarse? Por suerte Luis se da cuenta de que la mano está bien sujeta a la muñeca y es casi imposible que se separen. Pero de todos modos sigue moviéndose convulsivamente, junto con la otra mano y las piernas y ya que estamos, también, los brazos. El movimiento conjunto de piernas, manos y brazos da la impresión de que es todo el cuerpo de Luis el que se mueve. Es todo el cuerpo de Luis el que se mueve, pero no es Luis. Luis no se está moviendo, pero ve cómo todas sus partes se zarandean desmesuradamente, sin poder hacer nada al respecto. El títere de Luis está en manos de un titiritero despiadado que se divierte morbosamente a expensas de su muñeco. Debes cortar los hilos, Luis, debes cortarlos pero no puedes, no los ves, no los sientes, no tienes tijeras. Te resignarás a ser una simple marioneta en un baño, desnuda y azorada.

La ducha está ahí, primero hay que abrir la canilla del agua caliente, pero se requiere mucha velocidad (la velocidad de una bala o de un tren, o de un tren bala) para retirar la mano y no helarse en el instante en que empiece a salir el agua, ya que en un principio sale fría, curiosa ironía, si lo es. Luego hay que atravesar la mano por el agua ya caliente para regularla con la fría. Es peligroso si no se tiene la audacia suficiente. Luis ensaya el movimiento sin accionar la canilla, no está seguro de su rapidez. No es tan difícil, ya lo has hecho anteriormente, piensa. Se abre la canilla y se quita la mano a toda velocidad. Quemarse o congelarse es un riesgo que no está seguro de querer correr. Las gotas de agua hirviendo o de agua helada son como alfileres encendidos que se clavan en la piel, no está seguro de querer correr el riesgo. La situación es difícil. Luis ensaya sus movimientos una y otra vez. La mano va y viene sin ningún propósito concreto, ¿hasta dónde quieres llegar? La mano va y viene sin ningún propósito concreto mientras se zarandea junto con las otras extremidades, ¿no quieres cortar los hilos? ¡Los hilos, Luis! La mano va y viene sin ningún propósito concreto mientras se zarandea junto con las otras extremidades y los dientes siguen enfrentándose en una batalla campal. ¡Debes cortarlos, corta los hilos, Luis! ¡Córtalos ahora! Y la mano va y viene sin ningún propósito concreto mientras se zarandea junto con las otras extremidades y los dientes siguen enfrentándose en una batalla campal; y Mariel que lo estará esperando con las mejillas rojas leyendo un libro o una revista; y el frío que lo palpa, lo besa y lo abraza; y los hilos, el titiritero y el títere; y el frío, el calefón y la estufa estropeada; y la mano que no se anima y su rapidez que no es segura; y la ropa tirada en un rincón y las tijeras; y Mariel y el barcito de la esquina; y Luis, el frío, la ropa, la estufa estropeada, el barcito, Mariel, la ducha, los dientes, el tiempo, el reloj, la mano que no se anima, los alfileres, los hilos, el títere, el titiritero, Luis, la ropa, las tijeras, el frío, Mariel, la ropa, el frío, Mariel, las tijeras, la ropa, el frío, la ropa, las tijeras, la ropa, las tijeras, la ropa…

Mariel está sentada leyendo un libro en la puerta del bar, son las seis y treinta y un minutos.

- Perdón si llegue tarde, es que se me dio por irme a bañar – dice Luis.
Y sonríe como un idiota.


jueves, 20 de agosto de 2009

El barquero

Cuentan que en Venecia, los sábados y los viernes por la noche, aparece una góndola diferente de todas las demás, que atrae la atención de muchos turistas que luego no son vueltos a ver. Los lugareños afirman que el gondolero es Caronte disfrazado que, aburrido, sale a buscar pasajeros ingenuos y despistados.

¿Quién dice?

Si podemos decir que hay hombres con corazón de león, gente con memoria de elefante, personas con cara de sapo, con cola de pato u ojos de lince. ¿Por qué habremos de dudar, ingenuos, de la existencia del minotauro o de los hombres lobo?

Cuandolagenteseacumula

Cuando la gente se acumula es incómoda y molesta. Nada más irritante que el hacinamiento. El aglutinamiento masivo de personas que se acompañan en soledad. El incesante desplazamiento de seres en opuesta o en una misma dirección. La tediosa superposición de aquellos que se quedan inmóviles como olvidando hacia dónde tienen que ir. El choque desconsiderado entre aquellos que ni siquiera se perciben. La desquiciada prisa de llegar a ninguna parte. El sonar de una marcha a destiempo armonizada con latosos y momentáneos estruendos. El olor inconfundible de la monotonía desgastada. Decenas y decenas de extras que irrumpen en nuestra vida de la misma manera en que luego se retiran de escena, quizá para no volver a aparecer jamás, dejando de ellos solamente el efímero rastro de un fastidio algo redundante. Cientos de rostros sin rostro que van y vienen como rellenando lo que, sino, sería una vida ermitaña y sin sentido. Miles de desconocidos que hacen que uno se distinga a sí mismo y se reconozca como individuo en sociedad. Millones de vidas e historias coetáneas que se entrecruzan en un segmento recto horizontal de aproximadamente cien metros de largo, para tal vez desembocar en algún destino transitorio en el que se sentirán un poco más libres y soberanos de sí mismos, hasta su sucesivo regreso al recorrer de esa senda vertiginosa de vanidades, inmodestias, presunciones, petulancias, desapegos, egoísmos e ingratitudes para quizá, si es así como debe ser, cambiar el rumbo y doblar en la siguiente esquina.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Un tal Romero

Cualquier semejanza con un cuento
de Cortázar es mera casualidad.
Pero no confíe tanto en esa “u”.

Al doblar, Cochabamba estaba vacía de gente y solo pasaban unos pocos autos. Ya antes de disponerse a cruzar, Romero había observado la puerta del bar y pensado que seguramente le dirían que se quedaría en lo de Mansalva unas semanas, y aunque él prefería ir a lo de la Yoli no podía andarse con quejas y presunciones, el asunto no era un juego. Lo más probable es que ya todos estuvieran esperándolo. Cruzó pasando la mitad de cuadra y al instante se percató de que el Ford estacionado al que había entrevisto con anterioridad se puso en marcha. Lo asombró reconocer la figura de Beltrán en su interior.

Romero había entrado horas antes a su departamento y observado que casi nada estaba en su lugar. Después de revisar los cajones de la cómoda y verificar que no faltara nada importante, había telefoneado a Ramírez para informarle lo sucedido. Tendría que mudarse otra vez, quizá a casa de Mansalva o de la Yoli, hasta que lo pudieran ubicar en un lugar seguro. “Y se creen que son mejores que nosotros”, pensó mientras se paseaba entre el desorden. Se tomó unos segundos para alivianar la mente, encendió un cigarrillo y se puso a observar la calle por la ventana, y a toda esa gente diminuta que solamente se levanta, va a trabajar, regresa a su casa a dormir y vuelve a empezar. “La vida de los intrascendentes”, se escuchó balbucear, “si supieran todo lo que pasa alrededor y sobre sus cabezas”.

Antes de salir, había prestado atención a una vieja foto de aquellos tiempos en el hipódromo de San Isidro que estaba tirada al lado del sofá, recordó esas viejas épocas cuando él solamente era un tal Romero, que se levantaba, iba a trabajar, regresaba a su casa a dormir y volvía a empezar. Sin demorarse más, tomó el saco gris que tanto apreciaba y se lanzó a la vereda camino al café de Cochabamba y Piedras, había que arreglar en dónde se alojaría y trazar los siguientes movimientos.

Las primeras calles estaban infestadas de gente que parecía caminar sin sentido, mas dos cuadras antes de llegar al café, Romero se hallaba solo y así lo prefería. Un gato negro se le había cruzado a mitad de cuadra de Perú al 1200, antes de doblar por Cochabamba. Extrañamente se estremeció y luego se avergonzó al ver que una niña de unos ocho años lo miraba de forma burlona. Su carita le resultó familiar, quizá fuera la hija de Laura o de Cintia, ambas ex compañeras que vivían por la zona. El corazón le latió de forma insólita al evocar a ambas mujeres, “pobre niña”, se dijo a sí mismo al tiempo que la chiquita se metía en algo que parecía un kiosco.

El Ford se puso en marcha y a Romero lo asombró reconocer la figura de Beltrán en su interior, ese viejo amigo del hipódromo, de aquellos tiempos en que ambos eran solamente dos muchachos que se levantaban, trabajaban y regresaban a sus casas a dormir para luego volver a empezar, “dos intrascendentes”; y ahora volvían a encontrarse: uno, caminando sobre Cochabamba dispuesto a entrar al café donde lo estaban esperando; y el otro, en su Ford Falcon verde, observándolo con una mirada compinche de otras épocas, sacando el brazo por la ventanilla y apuntándolo con un arma, accionando el gatillo y nada más.